Fue uno de esos días, extraños, mágicos. Mi bicicleta tenía pedalines (nombre raro que se utiliza para identificar las salientes metálicas que se colocan a los costados de los ejes de las ruedas). Allí llevaba a mi hija, durante largos tramos callejeros.
Ella quiso conocer una iglesia que estaba lejos de la casa materna y el padre no pudo decir que no. Emprendimos semejante viaje, recorriendo casi seis kilómetros.
Al llegar, cansados, buscamos un lugar para atar nuestra bicicleta negra, pero una señora que salía de la iglesia nos recomendó replantear nuestra búsqueda.
"Acá roban mucho. Mejor entrá la bicicleta", nos dijo.